Saint-Martin - Orden Martinista & Sinárquica

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Saint-Martin

Maestros Pasados

Sello de Saint-Martin

Por Jean-Baptiste Modeste Gence
(1.824)

Amigo personal de Saint-Martin  








Louis-Claude de Saint-Martin, sabio y profundo espiritualista, llamado el Filósofo Desconocido, nació en Amboise, de una familia noble, el 18 de enero de 1743. Debe a una bella madrastra los primeros elementos de una educación suave y piadosa, que le hizo, como decía él, amar durante toda su vida a Dios y a los hombres. En el colegio de Pont-Levoy, donde ingresó tempranamente, el libro que más le gustó fue el de Abadie, titulado El Arte de conocerse uno mismo: es a la lectura de esta obra que atribuye su desapego de las cosas de este mundo. Pero destinado por sus padres a la magistratura, se dedicó, en sus estudios de derecho, más bien a las bases naturales de la justicia que a las normas de la jurisprudencia, cuyo estudio le repugnaba. A las funciones de magistrado, a las cuales había creído deber dar todo su tiempo, prefirió la profesión de las armas que, durante la paz, le dejaba momentos de ocio para ocuparse en meditaciones y en el conocimiento del hombre. Entró como oficial, a los veintidós años, en el regimiento de Foix, en la guarnición de Burdeos.

A pesar de su gusto por la filosofía interna, una carrera no menos activa que la de los ejercicios militares se abrió a él. Iniciado por las fórmulas, ritos, prácticas y operaciones llamadas teúrgicas que dirigía Martinez de Pasqually, jefe e impulsor del movimiento "Martinezista", le exclamaba a menudo: "Maestro, ¿todo esto es necesario para conocer a Dios?" Esta vía, que era la de las manifestaciones sensibles, no le seducía a nuestro filósofo. Fue, no obstante, por esta puerta que entró en la vía del espiritualismo. La doctrina de esta escuela, cuyos miembros tomaban el título hebreo de Cohen ("sacerdote"), y que Martinez presentaba en instrucciones secretas cuya tradición había recibido, se encuentra expuesta, de una manera misteriosa, en las primeras obras de Saint-Martin, y sobre todo en su Cuadro natural de las relaciones entre Dios, el hombre y el universo.

Tras la muerte de Martinez, la escuela fue trasladada a Lyon. Aquí, Saint-Martin, armado de una doctrina opuesta a aquella de los Enciclopedistas que luchaban por propagar sus ideas, destinado hasta cierto punto a combatir el ateísmo filosófico, comenzó a atacar las bases del materialismo revolucionario publicando su libro De los Errores y de la verdad. Al destruir las doctrinas erróneas de una pretendida filosofía de la naturaleza y de la historia, llama al hombre a la verdad basada en el principio mismo de la ciencia y en la naturaleza del ser intelectual; y hace uso de las tradiciones de las Escrituras solamente como pruebas corroboradas, o enigmáticamente, de forma que los lectores que estaban más imbuidos de las teorías del Barón d'Holbach no se sintiesen repelidos. La escuela de Pasqually, cuyas operaciones cesaron en 1778, vino a fundirse en París en la sociedad de los G. P. [Grandes Profesos del Régimen Escocés Rectificado] o en la de los Philalèthes, profesando ostensivamente la doctrina de Martinez y  Swedenborg, teniendo menos importancia la búsqueda de la verdad que la realización de la Gran Obra. Saint-Martin fue invitado en 1784 a estas asociaciones, pero se negó a participar en las operaciones de sus miembros, a quienes juzgaba de hablar y no actuar, como simples francmasones especulativos, y no como verdaderos iniciados (es decir, unidos a su Principio).

Saint-Martin seguía de buen grado las reuniones en donde se ocupaban, de buena fe, de los ejercicios que anunciaban virtudes activas. Las manifestaciones de un orden intelectual, obtenidas por la vía sensible, le revelaron en las sesiones de Martinez una ciencia de los espíritus; las visiones de Swedenborg, de un orden sentimental, una ciencia de las almas. En cuanto a los fenómenos del magnetismo sonambúlico que siguió en Lyon, los consideraba como de un carácter sensible inferior, pero creía en ellos.

Aficionado a todo lo que podía hacerle reconocer una verdad, sobre todo en las ciencias sujetas a principios exactos, el estudio de las matemáticas, al que Saint-Martin se ocupó para descubrir el espíritu que podía ocultar el conocimiento de los números, lo condujo a establecer amistad con Lalande; pero sus puntos de vista eran muy antagónicos: duró poco. Aunque no creyera en el arrogante ateísmo de Lalande, veía, sin embargo, lugar para verse confundido cada vez más por su sistema. Nuestro filósofo concordaba mejor con J.-J. Rousseau, a quien había estudiado. Pensaba, como él, que los hombres eran naturalmente buenos: pero entendía que por su naturaleza estaban originariamente perdidos, pero que podían recuperarse a través de su voluntad, ya que los juzgaba, en este mundo, más bien perdidos por el hábito vicioso que por la maldad. A este respecto, se asemejaba poco a Rousseau, al que observaba como misántropo por exceso de sensibilidad y viendo a los hombres no tal como eran, sino tal como él quería que fuesen.

Por su parte, Saint-Martin amaba a la humanidad como siendo posiblemente mejor de lo que aparentaba ser y, con la influencia de una élite buena, pensó que las reuniones sociales podrían ayudarnos a tomar una conciencia más íntima de nuestros Principios. Por eso sus ocupaciones, como sus placeres, se ajustaron siempre a esta disposición. La música instrumental, paseos campestres, conversaciones amistosas, eran el solaz de su espíritu; y los actos de beneficencia, los de su alma. Nada poseía y siempre tenía alguna cosa para dar, y recibía siempre más satisfacción de la que daba. En sus conversaciones encontraba siempre algo que aprender. De igual forma en sus encuentros con personajes distinguidos debido a su alto rango (como el marqués de Lusignan, el mariscal de Richelieu, el duque de Orleáns, la duquesa de Borbón, el caballero de Bouflers, etc.), que con razón hallaban su espiritualismo demasiado elevado para el espíritu del siglo. A estas personas afirmó que debía la confirmación y desarrollo de sus ideas a los grandes principios que había estudiado, permitiéndole estar en armonía consigo mismo y con los demás, así como estar libre de prejuicios. Con esta forma de pensar viajó, como Pitágoras, para estudiar al hombre y a la naturaleza, y para enfrentar el testimonio de los otros con el suyo. Era él quien podía realmente aplicar más la divisa de Jean-Jacques: Vitam impendere vero. Consagrado completamente a la búsqueda de la verdad, meta constante de sus estudios y sus obras, Saint-Martin dejó por fin el servicio militar para dedicarse totalmente a su objetivo, y al ministerio espiritual, por decirlo así, al cual se sentía llamado.

Fue en Estrasburgo donde, por voz de una amiga (Mme. Boecklin), tuvo conocimiento de las obras del filósofo teutónico Jakob Böhme, considerado en Francia como un visionario, estudiando a una edad avanzada la lengua alemana a fin de entender y traducir para su uso, al francés, las obras de este famoso iluminado. Aquí descubrió lo que, en los documentos de su primer maestro, no había hecho más que entrever. Siempre posteriormente lo consideró como la mayor luz humana que había aparecido.

Saint-Martin visitó Inglaterra, donde se vinculó en 1787 con el embajador Barthélemy y conoció a William Law, editor de una versión inglesa y de un resumen de los libros de Jakob Böhme. En 1788 hizo un viaje a Roma con el príncipe Alexis Gallitzin, quien dijo al Sr. Fortià d'Urban estas notables palabras: "Sólo soy verdaderamente un hombre desde que conocí al Sr. Saint-Martin". De vuelta de sus excursiones en Italia, Alemania e Inglaterra, no pudo negarse a aceptar la cruz de San Luis, de la cual no se creía digno, pues pensaba que le era concedida más por la nobleza de sus sentimientos que por sus servicios.

La Revolución, en sus distintas fases, encontró a Saint-Martin siempre igual, yendo derecho a su objetivo: Justum et tenacem propositi virum. Sostenido por sus principios por encima de consideraciones sobre el origen del nacimiento o de opiniones, nunca emigró. Mientras soportaba con horror los desórdenes y excesos cometidos por la anarquía y el despotismo, creía que el bien emergería de esta revolución por los designios de la Divina Providencia. Fue en la época de 1793, cuando el espíritu de la familia parecía estar, como la sociedad, en disolución, que Saint-Martin proporcionó sus cuidados constantes y otorgó sus últimos deberes a un padre impedido y paralítico. Al mismo tiempo, a pesar de las estrecheces de su moderada fortuna, contribuyó en calidad de ciudadano a las necesidades públicas de su municipio. De vuelta a la capital, habiendo sido incluido en un decreto de expulsión contra los nobles, se somete a él y abandona París.

Mientras que la mayoría de los hombres se ocupaban de los intereses políticos que agitaban Europa, él intercambiaba correspondencia sobre objetivos elevados y abstractos, pero importantes por su influencia sobre el destino y la naturaleza del hombre, con un barón suizo, miembro del consejo soberano de Berna (véase "Kirchberger" en la Biografía universal). Viviendo en solitario, separado de sus relaciones, en medio de un mar de pasiones tempestuosas, se consideraba en su aislamiento como el Robinson Crusoe de la espiritualidad. Sin embargo, una supuesta conspiración de una asociación religiosa, bajo el nombre de la Madre de Dios, le expuso entonces ante la justicia revolucionaria y no obtuvo refugio ante una orden de detención. Afortunadamente, el 9 de Termidor lo salvó (onceavo mes del calendario republicano francés: del 19 de julio al 17 de agosto). Su correspondencia con el barón suizo, naturalista y filósofo religioso, que inclinado hacia las manifestaciones exteriores y sensibles le cuestionaba sobre estas materias, habría podido convertirle en sospechoso, aunque el filósofo espiritual siempre conducía a sus amigos de vuelta al sentido moral interior y hacía referencia a su muy amado Böhme. Se vincularon íntimamente sin haberse conocido nunca personalmente, e intercambiaron recíprocamente sus retratos. Durante el descrédito sufrido por las acusaciones, el Francés aceptó de Suiza, pero solamente en depósito, la oferta de una suma en efectivo, a la que su filosofía, o más bien la fe evangélica, le había enseñado a poder prescindir. Tras considerar la firmeza de Jean-Jacques, encontraba poco decoroso en la boca de un hombre que predicaba tanto la beneficencia poder rechazar la ayuda. Saint-Martin, por su parte, ofrecía generosamente a Suiza, donde la casa de Morat fue saqueada por la invasión francesa, varias partes de platería que tenía.

Fiel a sus deberes públicos y a los de la amistad, prestaba su servicio en la guardia nacional en 1794 cuando fue encarcelado el hijo de Luis XVI. Se le había incluido, tres años antes, en la lista de los candidatos para la elección de un gobernador del Delfín. En mayo de 1794, encargado de elaborar el estado de la parte otorgada a su municipio de los libros procedentes de los depósitos nacionales, lo que le interesó sobremanera, es que haya riquezas espirituales en una obra sobre la Vida de la hermana Margarita del Santo-Sacramento.

Hacia el final del mismo año, aunque su calidad de noble le prohibiera la estancia en París hasta que llegara la paz, fue designado por el distrito de Amboise como alumno en las Escuelas oficiales destinadas a formar  profesores para la enseñanza pública. Después, como Sócrates, de haber consultado a su intuición, Saint-Martin aceptó esta misión con la esperanza, decía, de que podría, con ayuda de Dios, ante la presencia de dos mil auditores animados de lo que llamaba el spiritus mundi, desplegar provechosamente su carácter de espiritualidad religiosa y combatir con éxito la dominante filosofía material y anti-social. Requerido para volver a entrar en la capital, hubo de hacerlo, en efecto, con objeto de defender y desarrollar la causa del sentir moral contra la doctrina del sentido físico o el análisis del entendimiento humano. La piedra que lanzó, como él mismo dijo, a la frente del filósofo analítico, no se perdió; y resuena todavía en los debates que llegan hasta nosotros hoy en día (Correspondencia inédita de Saint-Martin con Kirchberger, 19 de marzo de 1795).

Retornando pacíficamente y con honor a su departamento, formó parte en 1795 de las primeras asambleas electorales, pero no fue miembro de ningún cuerpo legislativo. La paz entre Francia y Suiza le volvió más activo en su relación con Berna, que le sirvió de intermediario para otra correspondencia de predilección con Estrasburgo, suspendida por las circunstancias. Era también, más que nunca, entre los dos amigos, un intercambio de explicaciones, para uno sobre el texto de Jakob Böhme y para el otro de explicaciones sobre la doctrina de Saint-Martin. Los escritos de nuestro filósofo tenían necesidad de ello, incluso en donde parece más claro y donde las características de luz que hace brotar le dejaban a veces un deseo de expresarse más abiertamente.

En medio de esta revolución con respecto a la cual decía, en su lengua espiritualista, que Francia había sido "la primera visitada" y muy severamente, porque había sido la más culpable, él se atrevió a emitir principios bien diferentes de los que entonces se profesaban, aunque diera el ejemplo de la sumisión al orden establecido. En su Destellos sobre la asociación humana, entre otros, muestra la base luminosa del orden social en el régimen teocrático como la única verdad legítima. Pero nunca tuvo propósito de fundar ningún grupo. Sus escritos anónimos eran todavía los del Filósofo Desconocido: los distribuía a algunos amigos y les recomendaba secreto. Su propósito en la elevación y referencia a Dios como principio de toda autoridad era simplemente recordar a todos los hombres (desde los más humildes a los príncipes), la unidad del Principio cuya ley encontramos dentro de nosotros, sin necesidad de buscarla en libros propios o ajenos.

La introspección espiritual que el hombre busca para alcanzar en sí mismo el conocimiento del Principio de todo lo que es real (una visión más bien distante de la mera intuición racional de Kant), es la idea cuyas reglas se recogen en sus escritos, bajo la cual ocultó su filosofía, puesto que el tema podía prestarse a la sátira. Un tono de alegría, que se le escapa y que se reprocha, estaba más bien en su humor que en su faceta de espíritu meditativo, y en su carácter llevado a la bondad. Había leído también las Meditaciones de Descartes y las obras de Rabelais. Gustaba tanto más de visitar los lugares donde habían nacido, pues eran de su misma región. Se explica así cómo su gravedad se podía derivar a la composición de El Ministerio del Hombre-Espíritu, obra tanto de lo más seria como de lo más elevada, y El Cocodrilo, poema grotesco de lo más raro, incluso después de Rabelais: es una ficción alegórica, que habla del bien y del mal, y que encubre, bajo una envoltura de magia, instrucciones y una crítica donde la verdad demasiado desnuda habría podido herir cuerpos científicos y literarios. En medio de esta novela enigmática e indeterminada se encuentran ochenta páginas de una metafísica luminosa y profunda relativa a la cuestión de la influencia de las señales sobre la formación de las ideas, propuesta por el Instituto. El debate de esta cuestión trae resultados singulares por los conceptos extraídos en parte del orden espiritual a los cuales afecta, como el deseo, previo o superior a la idea, etc.; conceptos que apoyan más poderosos motivos.

En esta época, las visiones y sentimientos elevados que le hacían admirar a su buen filósofo alemán, se extendían incluso a las cuestiones de orden natural que trataba. Sus reseñas, que se han convertido en las más fecundas, llevan a descubrir, bajo la naturaleza temporal y visible, un mundo interior e invisible que se debía manifestar, según ellas, por la cultura, en el hombre intelectual y moral que no podía seguir siendo extraño a ninguna ciencia. Él seguía el progreso de los descubrimientos en cada género de conocimientos, y comparaba los datos con aquéllos que había adquirido con Jakob Böhme y en sus propias reflexiones. Excavando así en un mundo desconocido fue como compuso y produjo El Espíritu de las cosas, donde se esfuerza en levantar una esquina del velo y lanzar algunos atisbos sobre una naturaleza que creía haberse revelado, por una especie de inspiración divina, a la mirada de Böhme. Se concibe, en esta hipótesis, que las ciencias, cuyo círculo había recorrido, entonces menos avanzadas que hoy, si le habían excluido del conocimiento del hombre interior que se le había revelado por medio de la meditación, debían estar atrasadas en varias de sus explicaciones que no concuerdan siempre con sus nuevos descubrimientos, independientemente de que éstos se alejen necesariamente de las opiniones recibidas.

A pesar del alcance de sus conocimientos y la originalidad de sus ideas que hacía retrotraer todo a su espiritualismo, se admiraba en Saint-Martin un sentido recto y una modestia simple y agradable. Su carácter tierno y espíritu comunicativo le garantizaba muchos partidarios, pero él no intentaba convertir a nadie, quería solamente que sus discípulos fuesen amigos (amigos no de sus libros, sino de él mismo). Mantenía un diario de sus amistades. Sus traducciones hechas de su estimado filósofo servirían como provisión para los días posteriores cuando le achacase la edad, por eso también consideraba a sus nuevos amigos como adquisiciones y se estimaba rico en virtud de sus relaciones. Al observar su talante humilde y su exterior simple, no se sospechaba a primera vista de su profundo conocimiento, su extraordinario esclarecimiento y sus exaltadas virtudes. Pero su candor, la calma en la conversación y la atmósfera benéfica que parecía expandir a su alrededor, ponían de manifiesto la sabiduría (al nuevo hombre formado por una sólida filosofía y religión…).

Los amigos de la moral gustan en acordarse de una conversación que tuvo el Sr. de Gérando con nuestro filósofo sobre los espectáculos (Archivos literarios, n° III, 1804). Saint-Martin les había amado mucho. A menudo, durante los quince últimos años de su vida, se había puesto en marcha para gozar de la emoción que le prometía la vista de una acción virtuosa puesta en escena por Corneille o Racine. Pero al mismo tiempo le venía el pensamiento de que no era en la sombra de la virtud donde lograría comprar el goce, y que con el mismo dinero podía realizar la imagen. Nunca había podido, decía, resistir a esta idea: contemplarse como un infeliz y abandonar el valor de su ser íntimo, y volver a entrar en él mismo, satisfecho y dándose por bien pagado de este sacrificio.

Se puede juzgar que las esperanzas de un hombre que tenía un hambre tan viva de las realidades no podían sino crecer con la edad. Por eso decía que entrado en su sesentena, en 1803, avanzaba, gracias a Dios, hacia los grandes disfrutes que se le anunciaban desde hacía tiempo. Se felicitaba haber conocido, aunque tarde, al autor de Genio del cristianismo, lo que confortaba a su religión de la reciente pérdida de La Harpe. Había tenido advertencias de un enemigo físico, el mismo que había llevado a su padre, pero distaba mucho de afligirse; y la Providencia, decía, se había ocupado siempre muy bien de él para que no tuviera otra cosa que gracias para devolverle. La vista de Aunay, cerca de Sceaux, donde tenía un amigo, siempre le había ofrecido bellezas naturales que elevaban su espíritu hacia su modelo, y le hacían suspirar, como los ancianos de Israel que, al ver el nuevo Templo, lamentaban los encantos del antiguo. Una idea similar le había seguido en todo el curso de sus años, y su deseo fue conservarlo hasta el final.

Parecía presentir su fin. Una charla que había deseado tener, como profundo matemático sobre la ciencia de los números, cuyo sentido oculto lo ocupaba siempre, tuvo lugar en efecto con el Sr. de Rossell, por mediación del autor de esta reseña. Dijo, terminando: "Siento que me estoy yendo, la Providencia me llama. Estoy preparado. Las semillas que intenté sembrar fructificarán. Parto mañana para la campiña de uno de mis amigos. Doy gracias al Cielo por concederme el último favor que pedí". Entonces dijo adiós al Sr. de Rossell y estrecharon sus manos.

Al día siguiente, en efecto, volvió a la casa de campo del Sr. el conde Lenoir-Laroche, en el mismo Aunay que tanto había amado. Tras una ligera comida, retirándose a su habitación, tuvo un ataque de apoplejía. Aunque su lengua se desconcertaba, pudo sin embargo hacerse oír por sus amigos que acudieron y se reunieron ante él. Sintiendo que toda ayuda humana se volvía inútil, exhortó a todos los que le rodeaban a poner su confianza en la Providencia, y a vivir entre ellos en hermandad según los preceptos del evangelio. A continuación rogó a Dios en silencio y expiró sin agonía y sin dolor el 13 de Octubre de 1803.

Aunque Saint-Martin había sido bastante difundido, este filósofo era generalmente poco conocido en el mundo, tanto que los periódicos publicados anunciaron su deceso confundiéndole con Martinez de Pasqually, su maestro, muerto en Santo Domingo en 1779. Si bien el discípulo sobrepasó al jefe de una doctrina religiosa, sus sentimientos, como él dijo, estaban bien lejos de ser dictados con vistas particulares o exclusivistas. Todos sus discursos y escritos tenían por objeto, al contrario, poner de manifiesto que la vía de la verdad podía abrirse a todos los hombres verdaderamente cristianos por la meditación; no que Saint-Martin, como adelantó el autor de Las Veladas de San Petersburgo, no creyera en la legitimidad del sacerdocio cristiano, sino que pensaba que por todas partes la institución de Cristo podía operarse por la fe sincera por los poderes y los méritos del Redentor.

¿Cómo un escritor que profesaba un cristianismo así indulgente había podido incurrir, por otro lado, en la animadversión por parte de los pretendidos apóstoles de la tolerancia y la filantropía? Es que su religión no era ni política ni fingida; es que la claridad que emanaba de su convicción, a pesar de las nubes de las cuales parece haberse envuelto, ofuscaron las luces del filosofismo. Saint-Martin escribió mucho y en sus libros siempre se desarrolla gradualmente, con más fuerza y claridad, el carácter religioso cuya impresión llevan. Se comentaron mucho y fueron traducidos en parte, pero principalmente en las lenguas del Norte de Europa.

Se puede ver, en un vistazo general sobre la doctrina del autor, dónde cada uno de sus escritos ofrece un punto de vista particular, y no es sorprendente que espíritus extraviados por la pasión, o entregados a los errores de los sentidos, no hayan podido entenderlo ni saborearlo. Pero está permitido creer que a medida que las ideas morales y los sentimientos religiosos renacidos se simplifiquen purificándose por la influencia de una más amplia cultura del espíritu, se sentirá la necesidad de oponer un espiritualismo encendido y razonable a esta tendencia de las ciencias naturales hacia un materialismo que asigna a los órganos físicos facultades y funciones, y que hace, de agentes pasivos y ciegos, el principio de la actividad y la inteligencia.

Las obras de Saint-Martin tienen por objeto, no solamente explicar la naturaleza a través del hombre, sino también volver a traer todos nuestros conocimientos al Principio donde el espíritu humano puede convertirse en el centro. La naturaleza actual, decaída y dividida consigo misma y con el hombre, conserva sin embargo en sus leyes, así como el hombre en varias de sus facultades, una disposición a reingresar en la unidad original. Por esta doble relación la naturaleza se pone en armonía con el hombre, así como el hombre se coordina con su Principio. De allí sigue que el nosce te ipsum debe abarcarse en la idea del mí, el concepto del mí racional y del mí espiritual. Este conocimiento no es pues la simple teoría de un tipo o sujeto de nuestras ideas, que Platón concluye del concepto de arquetipo, extraída ella misma de las ideas de unidad y del objeto. Descartes y Leibniz descienden también, por una idea común, del abstracto al sensible, pero después de haberse elevado del sujeto al objeto, el primero vía concepción, el segundo por vía de la percepción. Kant, no superando el límite de lo sensible, separa el objeto abstracto del sujeto, y lo deja en el rango de los conceptos generales de cuya razón intuitiva no puede dar cuenta. Según Saint-Martin, el hombre, tomado por sujeto, simplemente no concibe ni percibe el objeto abstracto de su pensamiento: él recibe, pero de otra fuente distinta a la de las impresiones sensibles. Además, el hombre que se recoge y se hace abnegado, por su voluntad, de todas las cosas exteriores, opera y obtiene el conocimiento íntimo del Principio incluso del pensamiento o la palabra, es decir, de su Prototipo, o del Verbo, del cual es originariamente la imagen y el tipo. El Ser divino se revela así al espíritu del hombre y, al mismo tiempo, se manifiestan los conocimientos que están en relación con nosotros mismos y con la naturaleza de las cosas. Es en esta naturaleza original donde el hombre se encontraba en armonía con su Principio, al que debe tender, por su obra y su deseo, reuniendo su voluntad a la del Reparador. Entonces la imagen divina se reforma, el alma humana se regenera, las bellezas del orden se descubren y se restablece la comunicación entre Dios y el hombre.

Se ve, según esta reseña de la doctrina de Saint-Martin, que el espiritualismo, cuya vía en primer lugar le había sido abierta por Pasqually, y a continuación se había nivelado por Jakob Böhme, no era ya la ciencia simplemente de los espíritus, sino la de Dios. Las místicas de la Edad Media y aquella de la escuela de Fénelon, al unirse por la contemplación a su Principio, seguían la doctrina de su maestro Rusbrock, estando absorbidas en Dios por el afecto. He aquí una puerta más elevada: no es solamente la facultad afectiva, es la facultad intelectual que conoce en ella su Principio divino, y por ella, el modelo de esta naturaleza que Malebranche veía no activamente en sí mismo sino especulativamente en Dios, y donde Saint-Martin descubre el tipo en su ser interior por una operación activa y espiritual, que es la semilla del conocimiento. Es hacia este objetivo que las obras del autor, en el orden de su composición, parecen dirigirse, señalando progresivamente, por la ruta que siguió, que se puede seguir en la misma carrera. Considerado en primer lugar como autor, y seguidamente como traductor, uno no es más que la prolongación o el complemento del otro, toda vez que es el mismo espíritu.




 
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